viernes, 5 de junio de 2009

San Miguel Aguasuelos, la herencia creadora de los dioses


A la memoria de mi amiga y ceramista de San Miguel Aguasuelos Tere Vásquez



La cerámica tradicional, es una actividad que poca importancia tiene para la inmensa mayoría de los habitantes de México. Ello sin duda es debido a que es una actividad desarrollada por personas de pequeños pueblos de diversos puntos del país, generalmente de ascendencia indígena aunque en ocasiones muchas no se reconocen así.

La tradición tiene ese olor a viejo que las nuevas generaciones siempre despreciamos en un primer contacto, pero su otro aspecto es el del profundo conocimiento del medioambiente de parte de quienes la ejercen, de las relaciones entre hombre y naturaleza en una región y un sistema de prácticas de subsistencia basado en la armonía del hombre con la tierra y el cosmos. También es regulado por los recuerdos y el pasado antiguo. Sin embargo, la transmisión de la herencia cultural se diluye en los nuevos tiempos, en la que a veces lo que menos importa es el propio humano.


Así, mi interés me llevó a observar otra cerámica, la cerámica que hacen con sus manos esas mujeres y cuecen aglutinadas en hornos de piedra y a base del calor de la leña, la de la tierra que muelen después de ir caminando por varios kilómetros a desenterrar, despedazar, cernir y preparar para modelar. La que después de bruñir con piedras, decoran con adornos de barro trenzado y con plumas de ave pintan motivos floridos que en su acontecer diario llevan con ellas. Esa cerámica que a veces se vende muy barata en los mercados de los pequeños pueblos de las sierras, otras veces solo está colgada en las cocinas de las casas de las montañas.

Entendí entonces que una tradición es útil, no solo materialmente porque pueden echar agua dentro de algo creado con ella, o cocinar con ella o venderla en el mercado, sino también espiritualmente porque la crean, porque contienen una pequeñita parte de las manos de cada mujer que le da forma. Porque además cada pieza tiene una pequeña parte del pasado antiguo y remoto de los seres que la inventaron y la practicaron a través de muchos, muchos años...

La niebla iba y venía del camino de terracería y dejaba mirar las montañas cuando se disipaba, pero luego las ocultaba rápidamente. Así en algún punto divisé a lo lejos algo parecido al mar, pero me parecía increíble de creer que en este sitio de la geografía veracruzana pudiera ocurrir y las nubes me taparon esta repentina aparición.

Al llegar al poblado este tenía un aspecto antiguo, de casas pequeñas con techos de dos aguas de teja y un pórtico al frente. Pregunte a un hombre que cabalgaba en una mula que cargaba leña por las calles de Aguasuelos, por las personas que hacían figuras de barro. Me miró sonriente tendiendo un gran puente de amistad con su mirada y me ofreció llevar con ellas. Era Fulgencio, supe su nombre después de que me llevó con su mujer y las decenas de piezas que secaban en el patio y en el pórtico. El café acompaño la fría tarde, pero la calidez me hizo sentir en un lugar que ya conocía. También Fulgencio me presentó a Teresa su hermana, una de las mejores ceramistas. También me llevó con doña Benita y varias emprendedoras mujeres que sentadas en un banquillo tomaban con una mano al barro y con la otra dibujaban un arco que iba de una tinaja de agua a la pieza que moldeaban. Y quedé absorto entre los movimientos de sus manos que recorrían la superficie de sus piezas y un punto infinito que tocaban con sus trazos en el aire.

Piezas aveces ollas, a veces floreros, a veces campanas en forma de mujer...



En particular miré una especie de bordado dibujado en el barro que adornaba la superficie de las ollas y jarras. Trenzado que unía al cielo y al inframundo, trenzado que suspendía a la tierra, torzal mallinali que reflejaba el arriba y el abajo y ellas en el medio. Visión cósmica, de las mujeres de Aguasuelos.



Ellas dedican hasta ahora la mitad de su existencia a cultivar la antigua tradición de la cerámica, la otra mitad a alimentar a sus familias, cuidar sus pollos, a procrear y vivir en un entorno que mira hacia la costa que está al norte donde en las mañanas se dibujaba el brillo del sol reflejada en el agua... Descubrí entonces que sus ojos no dejaban de mirar hacia a las montañas, pero cuando se cerraban lo que veían era el inmenso océano.


Hay pueblos que permanecen estáticos al devenir de las épocas. Sus pobladores viven de la misma manera de siempre, sus pensamientos tienen la misma coherencia a pesar de la lejanía de los siglos y su mundo real no se reduce al que habitan, sino al que está más allá del mar, del sol y las estrellas. Su vida traspasa la cotidianidad del ejercicio de la simple supervivencia y se recrea en imágenes cósmicas que se repiten dentro de su memoria en forma de sueños, las plasman en sus palabras, las hacen realidad en sus figuras de barro, les dan vida en y con la tierra.
Tienen hilos conductores entre los tiempos y por ello siguen permaneciendo aquí, como las frágiles nubes que inundan sus calles por la tarde, y viajan sin detenerse ascendiendo montañas y penetrando los pórticos de las casas.




Dar forma al barro y utilizar ancestrales instrumentos de cocción son los
principales hilos conductores con los tiempos arcaicos, donde la tierra y el agua son amasadas cuidadosamente, sin otros instrumentos que las manos de las mujeres. Presente y pasado unidos por una tradición persistente.


Hoyos de tiempo que recobran la memoria perdida y resurgen en un presente incierto, donde la noche en que las imágenes muertas resucitan en el día de la serpiente ascendente, cuando el sol trastoca los extremos de su horizonte, como ráfaga de sombras en las escalinatas en los templos: es la presencia de los dioses en la tierra.
Ritual antiguo que llega como la suave niebla del lomerío, manos que se deslizan entre el barro, manos que dan vida a personajes mitológicos y a los mismos hombres del maíz., después el corazón sangrante que se dilata ante la vida que se le escabulle entre el fuego y da paso a la nueva vida. Mujeres que miran al océano cuando cierran sus ojos, profundo universo que se refleja en el oscuro fondo de la olla que se cuece en el horno de brazas… ¿Cómo atreverse a trastocar estos fractales de tiempo?




Vientre de mujer, cuellos altos, cinturas menudas, brazos fuertes y delgados, movimientos armónicos para las formas creadas, alquimia antigua que descubrió en la tierra algo más valioso que el oro. Símil de creación divina que da vida a las imágenes, el tiempo no tiene rumbo y una lluvia de galaxias milenarias estalla en las profundidades de la tierra. Ritual mítico que ofrenda a cada pieza la posibilidad de la contemplación a otros mundos, firmamento de virtudes, universo finito, tierra de hombres y mujeres sencillos, encumbramiento de los dioses de la naturaleza. Enigma fugaz que despierta nuevos temores de viejas deidades, membrana del cosmos que encierra un éter finito y dual de cualidades: lleno y vacío. Por lo demás, la cerámica es por si sola un razón de vida para las mujeres que a ella se dedican…


Hace unos meses fui en búsqueda de Teresa Vásquez, había muerto hace poco, enferma de neumonía. Pero encontré a su hija que ahora continuaba la tradición de su madre, vi a su bebé que mecía en una hamaca, mire el maíz en la esquina de la habitación, listo para desgranarse. Miré el horizonte de nuevo y comprendí porque los ojos de Teresa miraban al mar...

Ella era el mismo océano arcaico, ella era el mar vibrando en un cuerpo, ella era la fuerza del mito y la tierra, deseando desbordar.